jueves, 24 de febrero de 2011

Un día cualquiera en el país de la mentira


Ocurrió tras la caída del sol en una noche cerrada de febrero. El templo de la democracia, la casa del pueblo era tomada por unos setenta militares que no creían en la transición y desconfiaban de un gobierno que limitaba sus privilegios.  
Llegaron hasta la carrera de San Jerónimo montados en varios jeep, con los que atravesaron las desérticas calles madrileñas, sin madroños y con los osos hibernando en los jardines del Buen Retiro.
Serio, impertérrito y viviendo una época para la que no había nacido, el teniente coronel Antonio Tejero Molina participó en el Golpe. Licenciado en métodos de desestabilización de un gobierno, contaba con la experiencia de la fallida Operación Galaxia. Sin embargo, no fue el único que trató de derrocar el nuevo régimen que se cernía sobre España. El general Alfonso Armada, el capitán general Jaime Milans del Bosch, o el teniente general José Gabeiras Montero también tomaron parte en el intento.
Recluido en su fortín de La Zarzuela, nervioso por los derroteros que tomaban los acontecimientos y muy asustado ante posibles represalias del pueblo, Juan Carlos I es visto por los miopes ojos de la historia como el salvador del país, el auténtico héroe del 23-F.
Nuestro monarca, aunque Borbón, también es Rey y máxima autoridad de las fuerzas armadas, por lo que algo debía saber sobre el nefasto golpe de Estado. Además, recuperó el trono perdido por obra y gracia de un caudillo que, a falta de mejores sustitutos, confío los designios de un país anclado en el pasado al hijo del Alfonso XIII.
Personalmente, nunca he simpatizado con las fuerzas del orden nacional. Reconozco que me repudian esos bigotes rectos y esos tricornios carbonizados, sin ideas que proteger. Aún así, debo admitir que el ejército militar es, con diferencia, la institución más recta de cuantas existen en este país. Es un ejemplo de orden, de disciplina y sobriedad, pero sobre todo, de respeto en la escala de mandos. En la milicia nadie desobedece a un superior, nadie se atreve a cruzar la línea.
Aunque lo dudo muy mucho, es posible que algún alto cargo del ejército, nostálgico de tiempos pasados no muy lejanos, se negase a informar a su majestad de lo que se estaba cociendo en el cuartel de El Pardo y en diversos puntos de la geografía ibérica. Repito, es posible, pero yo no me lo creo.
No digo que fuese él quien planificara el golpe, ni tan siquiera considero que de esa cabecita hueca pueda surgir alguna idea, buena o mala. A pesar de ello, su condición de primer militar del Estado delata que sabía más de lo que decía sobre los planteamientos previos al levantamiento. Además, todos los participantes en el Golpe esperaban órdenes para actuar. Tejero no estaba dispuesto a apretar el gatillo de su fúsil  hasta que no recibiera las instrucciones pertinentes de un superior, pero ¿quién era ese ser superior? ¿A qué aguardaban los setenta militares congregados en el Congreso? ¿Quién debía dar la orden?
El 23 de febrero de 1981 Juan Carlos firmó el albarán que le asentaría en el trono, el contrato de su vida, el braguetazo sin necesidad de bajarse la cremallera. 30 años después dice vivir mejor que antes. Gracias evolución. Lo que no sé es si hubiera vivido mejor “permitiendo” el famoso cuartelazo. Y dicen que ya lo sabemos todo…

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