lunes, 21 de febrero de 2011

Noche sin luna en Marruecos

Mientras Occidente se reinventa a sí mismo y resurge de las cenizas de una recesión económica que aún registra los últimos coletazos, Oriente sufre su propia crisis, clama a favor de las libertades sociales y llora junto al cadáver de los inocentes, convertidos en mártires de una causa justa, en santos de la revolución. Túnez, Egipto, Libia, Jordán, Siria, Yemén, Barhéin y, ahora, Marruecos, aunque su situación es bien distinta.
Mohamed VI alcanzó el poder en 1999, tras la muerte de su padre, prometiendo el oro y el  moro a sus súbditos. Quería que su nación fuese un paraíso turístico para los visitantes, un edén sensorial bañado por las bravas aguas del Atlántico y tostado al sol en la fina arena del mediterráneo. Implantó las primeras reformas, lavó la cara de las ciudades y quitó las telarañas a las mezquitas. Incluso tiene en mente trasladar la capital de Rabat a Fez.

En un primer momento, la población acogió con agrado estas reformas. Alabó a la recién instaurada monarquía, que emanaba  aires de modernidad y transición.  Sin embargo, no sabían que todo era humo, arena en el desierto. La población marroquí desconocía el as en la manga que tenía guardado el nuevo monarca.

Mohamed VI emprendió una particular cruzada contra el cultivo de marihuana en la zona norte del país. La nueva política de actuación, en la que se presuponía que Marruecos llegaría a ser en cuestión de años el paradigma vacacional por excelencia, incluía un plan para aniquilar todas las plantaciones. Había que lavar la imagen de la nación y, para ello, envenenó centenares de hectáreas, exterminando a su vez a millares de especies animales que habitaban en las colinas del Rif. Desde unos helicópteros estatales se descargaban toneladas de pesticidas. A través del cielo llegó la crisis a la tierra.

Para que se hagan una idea un trabajador del sur o la mitad de Marruecos gana al año 2.000 o 3.000 euros, como mucho; mientras que un traficante del norte del país obtiene unos beneficios de 15.000 euros por curso. La diferencia es cuantiosa y muy apetecible. Sí, ya sé que todos pensamos igual. Y más aún en un país donde la media de la población sobrevive con menos de cuatro euros diarios. ¿Cómo no iban a sufrir en sus propias carnes la temida crisis, si perdieron, de golpe y porrazo, hasta casi tres cuartos de su beneficio?

No seré yo quien discuta sobre la moralidad de los traficantes y tampoco romperé una lanza a favor de la marihuana, a la que nunca he podido llamar droga a la cara. Ni tan siquiera cuestionaré los valores islámicos, tan atentos siempre del pecado. Lo único que denunciaré será la falta de previsión de un ejecutivo al que parece importarle más bien poco que su país se muera de hambre, que regrese al trueque para poder subsistir y que venda la infancia de los niños para beneficiarse de la lástima occidental. Ya no hay dignidad ni respeto, sólo abuso de poder.  

Marruecos es, a día de hoy, un cayuco a la deriva, una patera donde naufragan 32 millones de personas, a causa de la mala gestión del fotogénico Mohamed VI. El pueblo pasa hambre mientras planta semillas en una tierra infértil. La sociedad marroquí sufre su crisis personal, cada vez más viciada por la religión, el gobierno y las instituciones internacionales sedientas de sangre.  Ya sólo les quedan sus sueños de madrugada y los vientos de los mares que anuncian el cambio.

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