viernes, 25 de febrero de 2011

Un títere en el circo de la política

Cuenta la historia que Luis XIV es el padre del periodismo actual. El Rey Sol, enamorado como estaba de las gacetas provenientes de Italia, decidió financiar a una persona de su confianza para que recopilase información referente a los enemigos franceses. Fue la primera empresa periodística, el embrión que terminaría desarrollándose en el monstruo que conocemos hoy día, el veneno que infectaría a la sociedad.

Siglo y medio después Napoleón Bonaparte pulió el mecanismo informativo. Encontró la fórmula mágica, la alquimia del periodismo y transformó la realidad en ficción. Manipuló la verdad para controlar a una población que veía en esos panfletos llenos de tinta las tablas de los nuevos mandamientos.

Nunca en la historia el periodismo ha cumplido la función que tanto predican los iletrados y estadistas del gremio. El periodismo es el patito feo de la manada, el pecado de la evolución. Nació como  un sistema de control sobre la sociedad, que en aquella época descubría los estudios superiores. No tiene un origen pulcro, sino que fue obra de un monarca inculto. Creció como pudo. Jamás obtuvo el indulto, así que es normal que ahora hayamos caído todos los que nos dedicamos al libre arte de escribir en la banalidad del insulto.

Es el cuarto poder no porque sea capaz de agitar las conciencias de la sociedad, ni tan siquiera por la magnitud de sus palabras o la fuerza de sus imágenes. El periodismo es poderoso porque sus dueños son mentes malévolas que abusan de sus funciones, que violan una y otra vez los valores de una profesión que no es ni sombra de lo que apuntan los manuales. A sangre fría decapitaron el periodismo.

Todo lo que aparece publicado o emitido en algún medio de comunicación es la punta del iceberg, lo que nos quieren enseñar. La información es, a día de hoy, la quimera donde se bañan los necios, la piscina vacía, una isla sin tesoro.

Julian Assange se ha convertido en el periodista de moda, en el hombre más buscado y eso que no usa colonia. A sus 39 inviernos, el australiano se presenta al mundo como el villano anticapitalista, el héroe de la verdad. En 2006 fundó Wikileaks sin ánimo de lucro, cinco años más tardes lleva invertidos más de 500.000 euros en el proyecto. Será que en Australia el dinero crece en las conejeras.

Esta perla de la vida, esta joyita del pacífico es perseguido por la policía sueca, acusado de violar a Anna Ardin y a Sofía Wilen, a quienes supuestamente obligó a mantener relaciones sexuales sin usar preservativo. Que son muy machos al otro lado del planeta. 


Asimismo, también accedió en numerosas ocasiones y, de manera ilegal, a las computadoras de una compañía de comunicaciones y de la universidad de Australia para, según él, detectar errores de seguridad. La justicia no opinó los mismo y le declaró culpable de 24 delitos informáticos, por los que tuvo que pagar una sanción  de 2.100 dólares australianos. 

Pero Wikileaks le ha cambiado la vida. Desde un hotel mugriento en algún lugar de Estados Unidos, Assange se dio a conocer al gran público. Al estilo hollywoodiense anunció sus profecías y con las nuevas tecnologías trató de purificar su alma. La población se creyó a pies juntillas su vocación sin saber que el periodismo de investigación, simplemente, nunca ha exisitido.

Este hombre  ha cometido ahora otro delito, más grande si cabe que los anteriores. Con su disfraz de súper héroe publicó las migajas de pan que sobraban en el pentágono. Iluminó el planeta con su información y se coronó como el rey tuerto en un mundo de ciegos, mientras un joven analista del servicio de inteligencia estadounidense pagaba los platos rotos. Lo que vende es humo, hojas secas del parque. Los 250.000 documentos publicados en Wikileaks son las miserias de un ejecutivo yanqui, que trata de lavar su imagen a cambio de enterrar bajo mierda al antiguo gobierno. Esto es política y Julian Assange un títere más sin cabeza dentro de este maquiavélico juego. 

Pase que nos engañéis cada vez que publicáis algo. Admito que manipuléis la información y retoquéis las imágenes. Acepto incluso el secreto de sumario y el silencio sobre los asuntos serios de Estado, pero basta ya de crear mitos de cartón, que estamos bastante quemados.  

jueves, 24 de febrero de 2011

En busca de luz a orillas del mar Negro

A principios de septiembre de 1942 el mundo ardía en llamas, se consumía en campos de concentración y se ahogaba entre los escombros de una guerra maldita. El Viejo Continente era un escenario en ruinas, un tablero sin casillas donde la sociedad se lamía las heridas. La niebla que sobreviene a la batalla se asentaba en los prados franceses,  en la gélida estepa soviética, en los acantilados ingleses y hasta en la bahía de Pearl Harbor. Pero nunca llegó a las cálidas aguas de Yalita.



Quedaron a orillas del Mar Negro, en la paradisiaca isla de Yalta. Durante siete días estuvieron reunidos para trazar las nuevas directrices de un mundo devorado por las fauces del nazismo. Como casi todas las grandes decisiones de la historia, ésta también estuvo motivada por el miedo. Winston Churchill, Franklin D. Roosevelt, y Joseph Stalin establecieron las bases del actual sistema capitalista, ante el temor de otra contienda bélica que volase por los aires sus esperanzas de un nuevo orden mundial.

Aquel encuentro dirimió el futuro de la sociedad mundial. Jerarquizaron la elite, ascendieron un peldaño y ordenaron que nadie pudiera producir sin que ellos se beneficiasen del producto. Brindaron sus copas por un futuro que ya estaba muerto. Se escondieron entre bambalinas y distorsionaron la realidad. A partir de entonces, todos los seres humanos nos convertimos en esclavos sin dueños y nos pusieron los grilletes.

En dicha reunión nació Leviatán. Allí fuimos despojados de nuestra libertad como personas. Vendieron nuestra alma al diablo y nos dieron un cheque regalo en el que se leía felicidad y bienestar. Pusieron el cebo a la caña y picamos el anzuelo. Ya no había marcha atrás.

Durante varias décadas el sistema neoliberal, la famosa oferta y demanda, funcionó a las mil maravillas. El viaje que emprendía el planeta tierra era idílico. Todas las personas de la faz de la tierra tenían un cometido, una misión por realizar, una orden que cumplir y un mes de vacaciones. Evolucionaron las tecnologías, asumimos la fábula del humilde plebeyo que llega a ser príncipe. De repente el lujo estaba al alcance de cualquiera, el bienestar social era la manzana que todos mordíamos. Incluso surgieron instituciones y entidades privadas que ofrecían dinero a cambio de humo, ¿o era humo a cambio de dinero? El caso es que nos lo creímos todo, hasta la letra pequeña.
                                             
                                               
Diversas guerras y contiendas en la trastienda del planeta financiaron la globalización. La noria capitalista giraba en el sentido que los grandes magantes promovían. A épocas de bonanza le sucedían épocas de crisis. De manera inconsciente, nos convertimos en la sociedad más esclava del planeta. Aunque todavía exista algún iluminati que piense que tiene capacidad de elección cuando escoge entre Mcdonald’s o Burguer King. 
Y ahora, en estos tiempos de cadillacs sin frenos, la sociedad se tambalea, sus cimientos de arena se hunden en la fosa común del pasado. Pueblos enteros se sublevan contra sus despóticos gobernantes. Suenan vientos de cambio, campanas de transición en no sé muy bien donde. Nada más lejos de la realidad.  El sistema que vivimos está perfectamente tejido a nuestra cadena genética. Desde que nacemos todo está planificado. Da igual lo que hagas y no importa dónde te escondas, al final te darán caza, te chuparán la sangre hasta que desfallezcas y, una vez muerto, redactarán un epitafio en tu honor que ponga: nacido para morir. Ésta es nuestra historia.

Un día cualquiera en el país de la mentira


Ocurrió tras la caída del sol en una noche cerrada de febrero. El templo de la democracia, la casa del pueblo era tomada por unos setenta militares que no creían en la transición y desconfiaban de un gobierno que limitaba sus privilegios.  
Llegaron hasta la carrera de San Jerónimo montados en varios jeep, con los que atravesaron las desérticas calles madrileñas, sin madroños y con los osos hibernando en los jardines del Buen Retiro.
Serio, impertérrito y viviendo una época para la que no había nacido, el teniente coronel Antonio Tejero Molina participó en el Golpe. Licenciado en métodos de desestabilización de un gobierno, contaba con la experiencia de la fallida Operación Galaxia. Sin embargo, no fue el único que trató de derrocar el nuevo régimen que se cernía sobre España. El general Alfonso Armada, el capitán general Jaime Milans del Bosch, o el teniente general José Gabeiras Montero también tomaron parte en el intento.
Recluido en su fortín de La Zarzuela, nervioso por los derroteros que tomaban los acontecimientos y muy asustado ante posibles represalias del pueblo, Juan Carlos I es visto por los miopes ojos de la historia como el salvador del país, el auténtico héroe del 23-F.
Nuestro monarca, aunque Borbón, también es Rey y máxima autoridad de las fuerzas armadas, por lo que algo debía saber sobre el nefasto golpe de Estado. Además, recuperó el trono perdido por obra y gracia de un caudillo que, a falta de mejores sustitutos, confío los designios de un país anclado en el pasado al hijo del Alfonso XIII.
Personalmente, nunca he simpatizado con las fuerzas del orden nacional. Reconozco que me repudian esos bigotes rectos y esos tricornios carbonizados, sin ideas que proteger. Aún así, debo admitir que el ejército militar es, con diferencia, la institución más recta de cuantas existen en este país. Es un ejemplo de orden, de disciplina y sobriedad, pero sobre todo, de respeto en la escala de mandos. En la milicia nadie desobedece a un superior, nadie se atreve a cruzar la línea.
Aunque lo dudo muy mucho, es posible que algún alto cargo del ejército, nostálgico de tiempos pasados no muy lejanos, se negase a informar a su majestad de lo que se estaba cociendo en el cuartel de El Pardo y en diversos puntos de la geografía ibérica. Repito, es posible, pero yo no me lo creo.
No digo que fuese él quien planificara el golpe, ni tan siquiera considero que de esa cabecita hueca pueda surgir alguna idea, buena o mala. A pesar de ello, su condición de primer militar del Estado delata que sabía más de lo que decía sobre los planteamientos previos al levantamiento. Además, todos los participantes en el Golpe esperaban órdenes para actuar. Tejero no estaba dispuesto a apretar el gatillo de su fúsil  hasta que no recibiera las instrucciones pertinentes de un superior, pero ¿quién era ese ser superior? ¿A qué aguardaban los setenta militares congregados en el Congreso? ¿Quién debía dar la orden?
El 23 de febrero de 1981 Juan Carlos firmó el albarán que le asentaría en el trono, el contrato de su vida, el braguetazo sin necesidad de bajarse la cremallera. 30 años después dice vivir mejor que antes. Gracias evolución. Lo que no sé es si hubiera vivido mejor “permitiendo” el famoso cuartelazo. Y dicen que ya lo sabemos todo…

martes, 22 de febrero de 2011

Un dictador con piel de libertario


Llegó al mundo un nefasto 7 de junio de 1942. Abrió los ojos en un campamento beduino próximo al puerto libio de Sirte. Gadafi era solo un niño cuando vio con sus propios ojos la caída del imperio de Mussolini. La guerra de la independencia arruinó al país, dejando a su paso un territorio desértico, olvidado del mundo y plagado de minas anti persona.

La infancia de Gadafi fue complicada, mojaba la cama. Estigmatizado por la guerra, fue despreciado por sus compañeros de clase que no aceptaban su condición de beduino. De joven, ingresó en la academia militar, se empapó del sentimiento anticolonialista que unía a la sociedad libia y escogió como modelos de una vida bélica al Che Guevara y al presidente egipcio Gamal Abdel Nasser.  Había descubierto las tapas de un libro llamado revolución, pero sus ansias de venganza nunca le permitieron abrirlo.

A los 27 años participó en el golpe de Estado contra la monarquía del momento. Era un simple capitán del Cuerpo de Señales, uno más entre la milicia. Un dictador disfrazado de libertario. Sin embargo, sus compañeros decidieron colocarle en la picota. Con mano de hierro y sonrisa de Barbie alcanzó el poder.

Será que todos los tontos tienen suerte o que estuvo en el lugar indicado a la hora concreta; lo cierto es que por aquellos días, en Libia, acababan de descubrirse gigantescas reservas de un petróleo excelente, lo que facilitó que Gadafi estableciera un régimen basado en los servicios sociales gratuitos. De la noche a la mañana Libia se convirtió en uno de los países africanos con mayor nivel educativo y esperanza de vida.

Como buen animal, Gadafi aprendía por imitación, lo que le llevó a emular al comunista Mao, publicando los tres tomos del Libro Verde, en el que exponía los principios teóricos de Jamahiriya, un sistema asambleario definido como la “democracia perfecta”.  Pero el pueblo nunca ostentó el poder. Mucho ruido y ninguna nuez. 

Es difícil añorar o desear aquello que no se conoce, que no se ha sentido, o que no se ha oído. Es imposible pretender algo cuya existencia se ignora, por lo que es completamente lógico que el pueblo libio no exigiese una auténtica democracia y libertad social, ya que nunca antes lo habían vivido. Aguantaron con lo que les ofrecían, ni tan siquiera les daba para soñar con un mundo mejor.

Desde su trono dominó con tiranía el anegado terreno libio, expandió su poder invadiendo Chad, financió el terrorismo acogiendo a cualquier grupo guerrillero o terrorista que solicitase dinero, respaldó a los dictadores más sangrientos del África poscolonial, e incluso tuvo tiempo para perpetrar varios atentados terroristas, como la destrucción de dos aviones de pasajeros o una discoteca de Berlín.

Acorralado entre el odiado imperialismo estadounidense y el peligroso integrismo islámico, asumió sus pecados y se erigió como el “líder fraternal” de la revolución libia. Un ángel negro caído del cielo. Un impostor en terreno infértil, que se ganó el respeto de los poderosos y la admiración de los miserables.

Tras el bombardeo que soportó en 1986, donde falleció su hija adoptiva de cuatro años, decidió reconciliarse con el diablo. Pagó indemnizaciones por el daño causado, ofreció contratos petrolíferos a buen precio, renunció a combatir el neocolonialismo y se sumó a la "guerra contra el terrorismo" de George W. Bush. Lo que fuese por mantener el cetro.

Hace ya casi tres años, acudió a la cumbre del G-8 invitado por el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, con quien siempre ha mantenido estrechas relaciones, fundamentadas en negocios petrolíferos. Sin embargo, el desembarco de China en África planteó nuevas posibilidades al presidente libio, que vio con buenos ojos hacer negocios con la que está llamada a ser la nueva potencia mundial. Su acercamiento a la política de Oriente provocó los celos de Estados Unidos. Ya no eran amigos, ya no quedaban para tomar café, ya no se querían...

Muamar Gadafi es un dictador que alcanzó el poder ayudado por el tío Sam para finalizar con el régimen del Rey Idris, que se negó a participar en la Guerra de los Seis Días. Sam y Gadafi intensificaron sus relaciones. Como buen matrimonio pasaron por momentos buenos y malos. Se amaron en la riqueza y en la pobreza. Planificaron conjuntamente actos terroristas por su aniversario. Era un idilio precioso hasta que llegaron los chinos y tío Sam se enfadó. Es entonces cuando Libia despertó de su letargo para vivir una cruel pesadilla. La de su dictador, ese al que colocaron los mismos que ahora pretenden derribarle.

lunes, 21 de febrero de 2011

Noche sin luna en Marruecos

Mientras Occidente se reinventa a sí mismo y resurge de las cenizas de una recesión económica que aún registra los últimos coletazos, Oriente sufre su propia crisis, clama a favor de las libertades sociales y llora junto al cadáver de los inocentes, convertidos en mártires de una causa justa, en santos de la revolución. Túnez, Egipto, Libia, Jordán, Siria, Yemén, Barhéin y, ahora, Marruecos, aunque su situación es bien distinta.
Mohamed VI alcanzó el poder en 1999, tras la muerte de su padre, prometiendo el oro y el  moro a sus súbditos. Quería que su nación fuese un paraíso turístico para los visitantes, un edén sensorial bañado por las bravas aguas del Atlántico y tostado al sol en la fina arena del mediterráneo. Implantó las primeras reformas, lavó la cara de las ciudades y quitó las telarañas a las mezquitas. Incluso tiene en mente trasladar la capital de Rabat a Fez.

En un primer momento, la población acogió con agrado estas reformas. Alabó a la recién instaurada monarquía, que emanaba  aires de modernidad y transición.  Sin embargo, no sabían que todo era humo, arena en el desierto. La población marroquí desconocía el as en la manga que tenía guardado el nuevo monarca.

Mohamed VI emprendió una particular cruzada contra el cultivo de marihuana en la zona norte del país. La nueva política de actuación, en la que se presuponía que Marruecos llegaría a ser en cuestión de años el paradigma vacacional por excelencia, incluía un plan para aniquilar todas las plantaciones. Había que lavar la imagen de la nación y, para ello, envenenó centenares de hectáreas, exterminando a su vez a millares de especies animales que habitaban en las colinas del Rif. Desde unos helicópteros estatales se descargaban toneladas de pesticidas. A través del cielo llegó la crisis a la tierra.

Para que se hagan una idea un trabajador del sur o la mitad de Marruecos gana al año 2.000 o 3.000 euros, como mucho; mientras que un traficante del norte del país obtiene unos beneficios de 15.000 euros por curso. La diferencia es cuantiosa y muy apetecible. Sí, ya sé que todos pensamos igual. Y más aún en un país donde la media de la población sobrevive con menos de cuatro euros diarios. ¿Cómo no iban a sufrir en sus propias carnes la temida crisis, si perdieron, de golpe y porrazo, hasta casi tres cuartos de su beneficio?

No seré yo quien discuta sobre la moralidad de los traficantes y tampoco romperé una lanza a favor de la marihuana, a la que nunca he podido llamar droga a la cara. Ni tan siquiera cuestionaré los valores islámicos, tan atentos siempre del pecado. Lo único que denunciaré será la falta de previsión de un ejecutivo al que parece importarle más bien poco que su país se muera de hambre, que regrese al trueque para poder subsistir y que venda la infancia de los niños para beneficiarse de la lástima occidental. Ya no hay dignidad ni respeto, sólo abuso de poder.  

Marruecos es, a día de hoy, un cayuco a la deriva, una patera donde naufragan 32 millones de personas, a causa de la mala gestión del fotogénico Mohamed VI. El pueblo pasa hambre mientras planta semillas en una tierra infértil. La sociedad marroquí sufre su crisis personal, cada vez más viciada por la religión, el gobierno y las instituciones internacionales sedientas de sangre.  Ya sólo les quedan sus sueños de madrugada y los vientos de los mares que anuncian el cambio.