jueves, 2 de junio de 2011

Muerte en vida

Ha sido el suceso más conmovedor de los últimos tiempos. Dos años de búsqueda, de lamentos desgarradores y de portadas en los periódicos. Sí, de muchas portadas a color, de entrevistas en televisión, de concienciación social a fin de cuentas.
Todavía no sabemos si Marta del Castillo fue violada, asesinada, arrojada al río o cortada en pedazos; pero lo que sí sabemos es cómo suena el llanto quedo de sus padres, de la ira de sus incondicionales amigos, de lo bonito que es Sevilla en otoño y de las conexiones en directo a las cuatro de la tarde en un programa sensacionalista, donde nadie se salva y todos arden.  Sí, allí también estuvieron Antonio de Castillo y Eva Casanueva, padres de la víctima o víctimas del sistema.
A los 17 años, las malas compañías truncaron el porvenir de la joven sevillana. Su pareja sentimental, un maqui sevillano con moto pero sin casco, le arrebató sus sueños, le arrancó de cuajo el derecho a vivir y le abandonó a orillas del río Guadalquivir. Amistades peligrosas.   
A partir de ese momento la familia Castillo vivió una auténtica pesadilla. Un tormento que  paralizó su cuerpo y bloqueó las ansias de venganza. Sin pretenderlo fueron pasto de los medios de comunicación. Se convirtieron en el último éxito en ventas.
Día, tarde y noche. Durante el café del desayuno, en la sopa de la comida o con el queso de la cena; a cualquier hora y en cualquier lugar aparecían los padres de Marta angustiados, temblorosos ante una cámara que no conoce amigos y aterrorizados ante un desenlace que no se atrevían a asumir. Uno por uno, realizaron un carrusel televisivo, donde transmitían su decaído estado anímico, amparados por unos productores que aplaudían con las orejas cada vez que la familia sevillana visitaba sus guaridas. Querían que dieran pena, que sensibilizaran a toda la sociedad, sumida por aquel entonces en una auspiciante crisis. Y vaya si lo lograron.
Los padres acudían a las llamadas telefónicas de los programas. Derramaban lágrimas ante los espectadores, balbuceaban, en el mejor de los casos, lo buena y bonita que era su hija. Cualquier cosa con tal de recuperar lo que más querían. De clase humilde, Antonio y Eva fueron carne de cañón, vendieron su alma al diablo, apretaron la mano de Lucifer y murieron en vida. Su denuncia fue utilizada por los medios de comunicación para conmocionar al pueblo y agitar sus conciencias, para reconstruir la apología de un asesinato con el que enganchar a la audiencia. 

Lentamente la familia Castillo se sumergió en el fango de la desesperación. A medida que ganaban popularidad perdían la dignidad como personas. Los focos, los micrófonos, el público, todo quedaba demasiado grande para unas personas que sólo buscaban un manto en el que llorar su agonía y  que se  toparon de bruces con una corona de espinas junto a un teléfono de aludidos.
Años atrás, la televisión surgió con el fin de entretener, de divertir, de alegrar vidas y rescatar sonrisas. Era una especie de gran circo público, donde todo era mágico e ilusionante. Sin embargo, en los últimos tiempos se ha convertido en una especie de monitor escolar. Sus imágenes son doctrina social, sermones que distinguen el bien y el mal. Cada vez son más las cadenas que advierten y ofrecen consejos sobre lo bello que es vivir, embaucando a una sociedad entera para un fin concreto, movilizando a las masas. Si Mahoma no va a la televisión, la televisión irá a Mahoma, ése es su dogma.
Espero y deseo que los culpables de tan atroz crimen paguen las consecuencias, que Temis se muestre seria al menos una vez en su vida, que los condenados sufran el daño que hicieron y que sus conciencias jamás queden tranquilas. Pero también espero y deseo encarecidamente que los medios de comunicación dejen de jugar con los problemas de la gente, de vender víctimas a los espectadores, de subrayar lo correcto y tachar los errores, de explotar, en definitiva, lágrimas negras. España será maleducada y tendrá los índices de alfabetización más bajos de Europa pero, por favor, basta ya de mentiras y manipulación, que somos gente noble.

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